Dejemos de lado la neblina
de la guerra y trabajemos en esas nuevas formas de ser, que son
respetuosas con la vida, que nos devuelven la esperanza.
“Mijo no te cases con negra porque tus hijos van a sufrir”…
La niña Fela
Estar en 22 departamentos y 60 municipios del país me permitió
compartir con más de 5.000 maestros y 1.000 rectores, experiencia
fundamental para construir mi visión sobre el estado de la educación en
Colombia. Advierto que este cubrimiento si bien no cumple con el rigor
científico que implicaría una investigación, no por ello deja de ser un
referente en el proceso de reflexión sobre los retos a los que se
enfrentan los educadores.
Me interesa alejarme del rollo de la guerra, para pensar sobre cómo hemos legitimado formas de ser, pensar y actuar en la sociedad colombiana, que validan la exclusión, la violencia cotidiana, cuya máxima expresión de brutalidad es la indiferencia.
A través del ojo clínico de maestros y rectores he podido constatar
cómo una serie de problemáticas sociales, económicas y políticas, se
vuelven invisibles ante los horrores del conflicto armado. Lo anterior
es el resultado de la cultura de la violencia, para este caso particular
nos distanciamos de esa primera mirada en donde
(...) el conflicto era el resultado de una cierta naturaleza maligna
del hombre colombiano. Y bajo este argumento, no habría lugar a señalar
responsables, tampoco para recordar a las víctimas, puesto que la
violencia se asemeja a un espíritu, una extraña fuerza que desprovista
de racionalidad masacra, desplaza y silencia a las víctimas. A
diferencia del anterior concepto, se entenderá por cultura de la
violencia como una tendencia históricamente identificable, explicable y
recurrente de la guerra, la cual [...] legitima las formas de ser,
pensar y actuar de la sociedad colombiana [1].
Con lo anterior pretendo mencionar la cultura de la violencia como un
elemento que alimenta el conflicto, sin entrar a debatir las causas que
lo originaron, es decir, si es resultado de nuestra vergonzosa
inequidad, élites políticas irresponsables, el perverso negocio del
narcotráfico o una herencia de la Guerra Fría. Me interesa alejarme del
rollo de la guerra, para pensar sobre cómo hemos legitimado formas de ser, pensar y actuar en la sociedad colombiana, que validan la exclusión, la violencia cotidiana, cuya máxima expresión de brutalidad es la indiferencia.
Escorcia me demostró que la educación puede transformar nuestra identidad, y con ella, esas maneras de ser que nos hacen indiferentes al dolor, tolerantes ante la exclusión, aquella que nos lleva a caer en que lo malo no es la rosca sino no estar en ella.
Felicidad Fontalvo Salas, nació aproximadamente a principios del
siglo XX en Ponedera-Atlántico, era una mujer negra de pelo apretado,
pero contrario a lo que siempre se piensa, carecía de nalgas y tenía los
ojos claros. A pesar de no tener ningún recuerdo de mi bisabuela
Felicidad, su historia es mi referente más cercano de las implicaciones
del racismo, y en cada diciembre, la niña Fela resucita gracias a los
relatos de mis tíos y mi padre.
La conciencia de la niña Fela sobre las herencias del racismo era
tal, que se encargó sistemáticamente de inculcarles a cada uno de sus
hijos y nietos, que jamás se casaran con una negra. La bisabuela rompió
las raíces negras de la familia, de hecho, siendo una jovencita
veinteañera se casó con un hombre 20 años mayor, blanco, con facciones
finas y ojos azules.
La niña Fela, a pesar de no haber estudiado, siempre tuvo la agudeza
mental y la resolución necesaria para abrirse caminos. Ella desde muy
joven entendió que en nuestra sociedad, ser negro, implica que la vida
es más difícil, lo era hace 60 años y lo sigue siendo ahora. En resumen,
ella entendió que la única forma de que sus hijos tuvieran la
posibilidad de tener una vida mejor era el mestizaje, en otras palabras,
la negación de sí misma para que sus hijos tuvieran un futuro en la
sociedad, en una palabra: autodiscriminación.
En el año 2012 haciendo unos encuentros de grandes maestros en
Chiriguaná y Uribia, tuve la fortuna de conocer a José Antonio Escorcia
Barros, en ese momento, maestro de ciencias sociales en la institución
educativa San José de Caño del Oro, ubicada en la isla de Tierra Bomba,
la cual hace parte del área insular de Cartagena de Indias. Cuando
empezó su propuesta a través de diagnósticos el docente identificó
dificultades en las competencias lecto-escritoras, baja autoestima y que
los estudiantes a pesar de ser negros, no se reconocían como tales, y
se referían asimismos como morenos.
El trabajo del docente me llamó profundamente la atención, porque él
junto con los estudiantes hicieron el primer libro de historia local,
hecho a partir de los relatos de los niños y habitantes del
corregimiento. La estrategia congregó a toda la comunidad en torno al
territorio y su historia, fortaleció la autoestima de los estudiantes y
las competencias propias del área (por favor ver video antes de seguir: bit.ly/1J5M674). Pero más allá de esto, su trabajo guardaba una estrecha relación la historia de autodiscriminación de mi bisabuela.
La experiencia del profesor Escorcia, “Construyendo identidad a través de la historia”,
fue para mí un hecho revelador. Mis reflexiones académicas sobre la
memoria colectiva tomaron vida, gracias a su experiencia entendí el
porqué “la memoria no sólo es huella identificable. Es también
representación mental de un proceso social y cultura. (…) [Donde]
nombrar o determinar cómo y [con] qué sentido el evento (en un sentido
muy amplio) se va a fijar en la memoria; es definir el rasgo de
identidad que va aglutinar todos los atributos de lo nombrado”[2]. Así
el ejercicio de construcción de identidad de sus estudiantes procura
romper con las herencias que llevaron a la niña Fela a negar su herencia
negra.
Quisiera concluir recordándoles que la amistad es la forma más noble y justa de salvar la vida. Es la amistad, en todas sus formas, la que permite descubrir a quien alguna vez fue un desconocido. La amistad y solo la amistad es el lazo que nos une a la vida, si, a la vida del otro.
Escorcia me demostró que la educación puede transformar nuestra
identidad, y con ella, esas maneras de ser que nos hacen indiferentes al
dolor, tolerantes ante la exclusión, aquella que nos lleva a caer en que lo malo no es la rosca sino no estar en ella.
En definitiva, su experiencia es sin lugar a dudas, una prueba de que
la esperanza de Colombia, está en sus educadores. Hombres y mujeres que
como Escorcia, se dan a la tarea de leer el contexto, ver más allá de lo
evidente y descubrir seres humanos maravillosos, que reconocen al otro
como seres propositivos, que entienden el pasado como una herramienta
para moverse en el presente y proponer un futuro, y no como una condena.
Si en Colombia los ciudadanos nos ocupamos por garantizar igualdad de
oportunidades para todos, sin discriminación por motivo de su sexo,
raza, credo, ni condición social. Con seguridad, seremos una nación
donde los consejos de la niña Fela, ya no serán las sabias
recomendaciones de la bisabuela sino el recuerdo de un pasado que nos
obligó a cambiar. Ahora bien, tampoco podemos caer en falsos
triunfalismos, no se puede salvar este país solo con educación de
calidad, se requieren transformaciones institucionales de fondo que
acompañen la iniciativa.
Sin importar los resultados de esta nueva negociación, hoy extiendo
la invitación que me hicieron los educadores que he conocido: veamos más
allá de lo evidente, dejemos de lado la neblina de la guerra y
trabajemos en esas nuevas formas de ser, que son respetuosas con la
vida, que nos devuelven la esperanza, nos permite pensar en un país
donde hay espacios para todos menos para el miedo, donde los bisnietos
de la niña Fela no sentimos orgullosos de nuestras herencia negra.
Este trabajo no es el resultado de un esfuerzo solitario, todo lo contrario, experiencias exitosas como la de la Escuela Normal Superior de Montes de María
reflejan que se requiere de toda una comunidad educativa unida detrás
de una causa: ¿Cómo ser constructores de paz cuando las élites políticas
no han demostrado la madurez que se requiere para reconstruir el tejido
social? ¿Cómo formar ciudadanos que exijan sus derechos y cumplan sus
deberes? Estas y otras preguntas ya están siendo respondidas por
maestros y rectores, que enseñan el valor de pensar en los otros: la
solidaridad.
Quisiera concluir recordándoles que la amistad es la forma más noble y
justa de salvar la vida. Es la amistad, en todas sus formas, la que
permite descubrir a quien alguna vez fue un desconocido. La amistad y
solo la amistad es el lazo que nos une a la vida, si, a la vida del
otro.
Gracias a todos mis amigos que me han salvado.
Gracias maestros y rectores por descubrirnos y enseñarnos a creer en
nosotros mismos, gracias por desterrar el miedo y sembrar el amor.
Profesional en Gobierno y Relaciones Internacionales, con
experiencia en evaluación de experiencias pedagógicas y de liderazgo
institucional, se ha desempeñado como investigador en temas educativos,
conflicto armado y planeación territorial.
fllinasgiraldo@
Creditos:
Fundación Compartir
"Lo que se le dé a los niños, darán a la sociedad" . Karl A. Menninger
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