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En esta guerra, mi esperanza son los maestros y rectores


Si el gobierno toma la decisión política y económica de ofrecer una educación de primera, sin lugar a dudas, a la vuelta de 20 años, tendremos una ciudadanía políticamente responsable, capaz de transformar el país que tenemos, por uno donde hay oportunidades para todos.


La muerte de mi madre no es un hecho que el país deba recordar, el dolor es para mi familia y amigos. Pero cuando hablamos de las muertes provocadas por la guerra, eso, es otra historia…

Era octubre de 2006, mi amigo Erick Behar y yo, participamos en un congreso de ciencia política en la ciudad de Cali. Nuestras inquietudes personales, ideológicas y académicas se concentraban en cómo lograr la reconciliación nacional en un escenario de conflicto y post-conflicto. Nuestra ponencia se titulaba “Colombia: Memoria, monumentos e historia: La conciencia en el camino hacia la reconciliación”

Hoy, casi 10 años después, el gobierno está en un proceso de paz con las FARC, y las preguntas de aquel trabajo siguen vigentes, ¿cómo lograr la reconciliación? ¿Cómo superar el miedo y la desconfianza? ¿Cómo recuperar la palabra? ¿Cómo renombrar la vida para darle sentido?... Esta columna traslapa mi experiencia profesional, retoma aquellas reflexiones y revisa la incidencia de los maestros dentro del proceso de paz. 
Las negociaciones de paz no es un tema reciente, en “doscientos años de historia, en Colombia se han producido excepciones a la ley a través de amnistías e indultos, 89 veces. Cada 11 y 7 años en promedio”[1]. En resumen, confieso que me encantaría que se lograra firmar un acuerdo entre el gobierno y las Farc, sin embargo nuestra historia demuestra que los acuerdos de paz son instrumentos del poder para mantener la gobernabilidad del país, y aplazar la resolución de los conflictos sociales, económicos y políticos que vive el país.
Nuestra historia demuestra que los acuerdos de paz son instrumentos del poder para mantener la gobernabilidad del país, y aplazar la resolución de los conflictos sociales, económicos y políticos que lo atañen.
En medio de los tensos diálogos de paz, se olvida con facilidad que “Colombia es la segunda mayor crisis de desplazados del mundo, con 6 millones de personas desarraigadas a causa de la violencia”[2]. Pero si poco o nada recordamos a los desplazados recientes, mucho menos a los “aproximadamente 200.000 colombianos [que] murieron a causa de la violencia entre 1946 y 1966. Más de dos millones emigraron o fueron obligados a desplazarse de sus pueblos de residencia, la mayoría para no regresar jamás”[3]. Mientras que después de 22 años la gran mayoría de los colombianos recordamos como si fuera ayer el 5-0 de Colombia contra Argentina, hoy olvidamos las infamias de la guerra.
Mientras que después de 22 años la gran mayoría de los colombianos recordamos como si fuera ayer el 5-0 de Colombia contra Argentina, hoy olvidamos las infamias de la guerra.
En el 2008 estas inquietudes me llevaron a buscar una pasantía en la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, sede Bogotá (en adelante CNRR). La experiencia fue de total confrontación, en el primer round seudo-laboral,  recuerdo mi actitud de joven investigador, el método cartesiano aprendido en la universidad, y mi soberbia académica dispuesta a dar todas las respuestas a las víctimas. Pero la realidad me dio un derechazo que me volteó el mascadero, me vi caer en cámara lenta, como Rocky en cada una de sus películas.

Admito que la experiencia fue profundamente formativa, sin embargo, en seis meses como pasante más allá de brindar información sobre la oferta institucional para la población víctima, siento que fue muy poco lo que pude hacer. El diagnóstico fue descorazonador, los ciudadanos colombianos estamos enfermos, alienados ante todo lo que pasa, algunos porque se encuentran en tal estado de precariedad que apenas pueden ocuparse de sobrevivir, otros porque esta guerra les ha hecho ver la realidad homogénea, en ese orden ¿una masacre más una menos, qué más da? Al final son convertidas en frías estadísticas donde la importancia de la vida pasa a un segundo lugar.

Estos aprendizajes definieron mis primeros tres años de vida profesional, en los que estuve trabajando con organizaciones que se ocupaban de la defensa de los derechos de las víctimas del conflicto armado, principalmente víctimas del paramilitarismo en Montes de María, Santander, Catatumbo, Antioquia y Nariño. En ese proceso conocí todo tipo de iniciativas que le apostaban a la reconstrucción del tejido social, defensa jurídica de las víctimas, apuestas culturales que encontraron en las artes una opción para sanar y seguir adelante.

Las posibilidades de transformar el país no están únicamente en manos de quienes firman los acuerdos de paz, ni tampoco en las organizaciones que trabajan en el sector humanitario. Tampoco vamos a decir que son innecesarios, pero valdría la pena buscar los instrumentos que nos devuelven el protagonismo en la construcción del país que queremos. En ese sentido, sintonizar a los colombianos en el propósito de un país para todos, requiere del principal instrumento de formación ciudadana, cultural y académica esté dispuesto a cultivar en las mentes y en los corazones ciudadanos capaces de romper con el círculo de la inequidad.
La hipótesis es sencilla, el aparato estatal colombiano ha invertido sistemáticamente en la profesionalización de las Fuerzas Militares, hubo la decisión política y económica de buscar la gobernabilidad y control territorial mediante al fortalecimiento militar. Sin embargo, 50 años después seguir estando en guerra es la prueba contundente del fracaso de la misma. Ya no podemos devolver el tiempo pero si podemos preguntarnos por el presente, ¿qué pasaría si sistemáticamente trabajáramos por una educación de primera?
La reconciliación no ocurre en los gélidos escritorios ministeriales, sino en la resolución de las tensiones que surgen de la cotidianidad, y es escuela uno de los espacios llamado a brindar soluciones que contrarresten los vejámenes del conflicto armado.
Porque la reconciliación no ocurre en los gélidos escritorios ministeriales, sino en la resolución de las tensiones que surgen de la cotidianidad, y es escuela uno de los espacios llamado a brindar soluciones que contrarresten los vejámenes del conflicto armado. Es en este contexto donde nuestros maestros y rectores cobran mayor protagonismo, ellos a través de sus iniciativas, nos han confirmado que los acuerdos se refrendan en las aulas, donde se debe trabajar para eliminar las etiquetas entre víctimas y victimarios, para empezar a pensar en ciudadanos.

Soñar con la paz nos lleva indiscutiblemente a pensar en qué debemos hacer para  que Colombia sea un territorio libre de miedo. Y son ustedes, maestros y rectores quienes con su voz cálida y profunda, son capaces de hacer revivir las memorias del conflicto, siempre desde una mirada reflexiva, transformadora y dignificante. Ustedes, someten al debate las narrativas de la guerra, más allá del binomio amigo-enemigo, recomponiendo el relato local desde la voz de sus estudiantes, generando así, puntos de quiebre en los círculos del silencio heredados del conflicto armado. Por eso, en esta guerra mi esperanza son los maestros y rectores.

Fuente: http://www.compartirpalabramaestra.org

"Lo que se le dé a los niños, darán a la sociedad" . Karl A. Menninger

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Entrevistas Realizadas por César Asprilla "El Maestro "

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